SOBRE LA INMORTALIDAD Y LA MEMORIA

Jules ha tenido muchos nombres, tantos que no recuerda cuántos ha utilizado más de una vez. De alguna manera cree saber que en todos ellos siempre se repite una letra pero ya no puede estar seguro.

Los inmortales descubrieron hace años, o quizá siglos, que la única forma de conseguir que no sucumbieran a un aburrimiento tan abrumador que los conducía a un desapasionado suicidio era que, al contrario que sus cuerpos, su memoria fuera finita. De esta forma vivían vidas consecutivas, distintas, a veces contradictorias, en una sola existencia. Sus vanos miedos, sus lacerantes incertidumbres, el hastío de transitar días vacíos, quedaban sepultados en sus recuerdos muertos y así podían permitirse disfrutar de infinitos renaceres.

Pero Jules es consciente de que esa letra que ha habitado todos sus nombres le pesa como si fuera un cordón umbilical que le uniera con sus pasados olvidados.

Y llegó la enfermedad. Los inmortales empezaron a ser azotados por la crueldad de verse de nuevo expuestos a sus muchos recuerdos y a sufrir lo inabarcable de sus vidas pasadas. El suicidio ofreció, generoso una vez más, su dulce abrazo.

Jules no pudo escapar al contagio, y una noche de insomnio fue reviviendo (qué terrible verbo éste a veces), poco a poco, todos las horas de sus muchos siglos vividos. Con una sonrisa amarga descubrió que la letra que saltaba de nombre en nombre era la inicial de una mujer que decidió dejar de ser inmortal hace mucho.

Y paladeando el nombre recobrado se unió a ella.

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