GRAMOFONÍA

Mi título nobiliario me permitió ser testigo de las más elegantes y sofisticadas expresiones artísticas. Ser la Condesa de Villegas y Jáuregui siempre me garantizó un asiento en primera fila en los mejores espectáculos, en los palcos de los teatros de todo el mundo, rodeada por los personajes más ilustres. Pero cuando se trataba de los conciertos del tenor Raimundo Prediger prefería sentarme al fondo, escondida del resto de asistentes. La razón de este cambio en mis costumbres era que cuando el gran Prediger atacaba las notas más altas no podía evitar que mis manos rebuscaran entre mi ropa y se hundieran en mi carne, poniendo en funcionamiento los secretos engranajes del deseo.

Este exploración de mí misma sólo se producía con sus actuaciones, ninguna otra situación logró nunca enardecer del mismo modo mis entrañas.

Lo seguí por medio mundo, cumpliendo escrupulosamente el itinerario que me marcaban sus giras, asistiendo a todos sus recitales. El deseo no faltó a ninguna de las citas. Inevitablemente, en una de estas veladas alguien nos presentó. No sé si fueron mi título o mi fortuna o mi belleza y juventud lo que le atrajo de mí. Fuera una cosa o la otra, lo cierto es que fue suficiente para que se casara conmigo.

Con un título nobiliario bajo el brazo, Raimundo dejó la música para atender sus nuevas responsabilidades que consistían, sobre todo, en derrochar el dinero de mi herencia. Con él conocí un mundo de fiestas, cuyas invitaciones se encargaba siempre de aceptar en mi nombre, muy alejado de los fríos actos protocolarios a los que mi posición me había tenido acostumbrada.

Mi marido siempre fue algo bonito que lucir en sociedad pero cuando nos retirábamos a nuestro palacete no había ni rastro de lo que despertaba en mí cuando lo escuchaba cantar. Las comodidades y lujos de mi posición social lo habían retirado prematuramente de su carrera musical, privándome del consuelo de su voz. Tampoco podía recurrir al gramófono pues me prohibió comprar sus discos ya que, para él, era indigno que se utilizaran estos artefactos para escuchar música. A veces, sin embargo, en la ducha o cuando creía que yo no lo escuchaba se permitía entonar alguna melodía y mis manos se apresuraban a pulsar los resortes de mi placer.

Sé que me fue infiel, pero siempre se lo perdoné porque cuando regresaba de alguna de esas expediciones lujuriosas su felicidad hacía que, durante unos días, las arias escaparan de sus labios.

Por desgracia, una noche, tras visitar a alguna de sus jóvenes amantes, fue atropellado por un coche de caballos y murió en mitad de la calle, sobre los adoquines.

Siempre honré su memoria, y sólo me permití, meses después de su muerte, rescatar el gramófono del desván y comprar todos los discos que pude encontrar en los que apareciera su voz. Mi manos recordaron enseguida cómo actuar y el placer regresó del exilio de la memoria.

Esta es mi historia, la historia de la Condesa de Villegas y Jáuregui, una viuda triste. Pero, ¿sería muy diferente si yo nunca hubiera tenido ni título ni marido? ¿Sería muy diferente si lo que me estimulaba no era una grandiosa voz atesorada en un disco, sino unas imágenes vulgares grabadas en una cinta de vídeo? ¿Sería muy diferente si de lo que os hablo no es exactamente de gramofonía?

Comentarios

  1. Hay cosas que es mejor conocerlas sólo de oídas.
    Juntacadáveres

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  2. ¿Y la condesa seguía excitandose a pesar del ruido de fondo de un disco rasgado por la aguja de un gramófono?

    ¿Ese ruido no afectó a un area del cerebro diferente e hizo que descuartizara al mayordomo?

    ¿No es eso posible en un blog donde el eros y el thanantos se tocan?

    ¿Se excitaría la condesa igual si en el gramófono sonara "Barbie Girl" cantada por Aqua?

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  3. Me pregunto, si se le hubiera producido una rayada en el disco habria muerto por una concatenación de orgasmos?

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  4. estas condesas "gramofómanas" son de lo que no hay... Bien hallado estos retornos a los Eros, que tanto placer dejan (al leerlos o al ser recitados en un lied de pura casta germánica)

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